Un día nos descubrimos, la cuchara cuadrada y yo, comiendo en la mesa del comedor y nos extrañó ver que el refresco nadaba en el vaso, que la servilleta estaba inmóvil, que la silla ya no escuchaba y la mesa no reclamaba.
Notamos que el jardín ya no tenía pasto y que las gerberas rojas se habían quedado dormidas sin las serenatas, justo al lado de la piedra azul que no dejaba de roncar a la par de las flores.
Entonces sentí mis pies secos de ausencia de olas y los tobillos llagados por falta de arena naranja; mis manos, ya no cargaban la maceta donde habíamos plantado la luna y mis codos estaban húmedos de lágrimas que ya no lloraban.
Después vino el tictac del grillo de traje sastre que nadaba adentro del piano de cola, buscando polvitos de estrella entre las teclas, pero encontrando sólo los pelos del gato que se fue de la casa hace un par de semanas, dejando una nota donde decía que extrañaba los aullidos del pez dorado que actuaba para nosotros, a las 11:24 PM.
El pobre tenedor, se había vuelto también cuerdo y después de picar la ventana por donde se escaparon los grillos que cantaban para hacerle compañía al pez en su show estilo Broadway, se había guardado en el cajón, junto al destapacorchos de la botella de tinto que se suicidó tirándose del primer piso hasta el séptimo.
Ante tal falta de sin sentidoy exceso de coherencia salubre...
...la cuchara y yo perdimos el apetito.
(¿Pero qué pasa en esta casa? Hasta parece que está fija en el piso.)
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