lunes, noviembre 17, 2008

Un día como cualquier otro

No, no es que le tenga miedo al amor, le dije a Juan con la boca llena de algodón de azúcar cuando nos sentamos en la banca verde a ver los caballos flacos en aquella feria de los juegos oxidados.

¿Qué es entonces? -me preguntó arrancándome el dulce de la mano y sosteniéndome la barbilla para que no pudiera evitar mirarle a los ojos.

Y con las piernas temblorosas pero los pies bien pegados a la tierra para disimularlo, contesté tan valiente como acapulqueño en la quebrada: "Es que no tengo tiempo para esas chingaderas, Juan. No cambiaría platicar cursilerías con un hombre durante todas las noches por treinta minutos contigo en esta feria que, por cierto, está pinchísima."

Juan se río como todos los que han recibido una frase escapatoria mía a preguntas que en tiempos de sol me parecen absurdas y en tiempos de luna, sin que nadie lo sepa, me parten el corazón.

Y nos subimos a dar vueltas en el carruaje ridículo de princesas que, para mi fortuna, tenía dos asientos que me permitía como siempre, distanciarme de aquel, el único que podría sacarme la verdad...

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