Estacionarme es todo un reto:
algo muy parecido a enamorarme.
Ella vestía de traje sastre negro con delgadas lineas azules que hacían ver sus piernas más delgadas y largas de lo que en realidad eran; una bufanda azul, que combinaba perfectamente con el simpático gorro que cubría su cabeza, era la forma perfecta de ocultarse ante el mundo representado en la obra de tres actos de su vida como el frío.
Había bebido un par de copas de vino tinto antes de subir al auto que la llevaría al destino final: ese difícil y conglomerado lugar con el que soñaba frecuentemente y que la hacía dar vueltas en la cama hasta despertar sudando frío a las tres cincuenta y dos de la mañana.
Soy capaz de aprender extensos textos de memoria, de hacer cálculos difíciles aunque fuera necesario leer libros enteros para resolverlos, de resolver acertijos aunque me tome días descifrando en la regadera su solución y de disfrutar los pequeños sonidos y olores que pocas personas detectan, pero siempre he tenido un pésimo sentido de orientación.
Detuvo la mirada en el semáforo en amarillo y, como siempre, contó los segundos para saber en qué momento aparecería el color verde chillante que tanto le molestaba y a la vez atraía. Las cuerdas de los violines parecían gritar desde la bocina que era hora de soltar el freno del auto.
La entrada a los estacionamientos a los que se ve obligada a entrar siempre son una diagonal. Eso es lo único que le reduce el riesgo al impacto de adentrarse en una dimensión tan conocida que le es desconocida. Después, todos esos cajones negros en complicidad con las líneas amarillas que brincan sobre el pavimento cuando se encuentran vacíos y enfurecidos por haber sido domados cuando se encuentran ocupados.
Esperar a que salga un auto del cajón para poder estacionarme me causa estrés. Saber que en muchas ocasiones hay un gandalla que quiere entrar, aún en sentido contrario, me da rabia. Me incomoda esa mirada inconciente que sale de mí para marcar mi territorio como animal.
Un cajón vacio la llamó y ella, dudando de su intención, manejó el auto al lugar que le gritaba. Apagó el cigarro que la ayudaba en la travesía, revisó que las ventanas estuvieran cerradas, tomó su bolsa y entró al supermercado, liberándose de el monstruo que estaría ahí esperándola, como todos los días, como desde siempre, como hasta nunca.
Siempre que regreso al estacionamiento para irme a casa, recuerdo que –valga la redundancia- no recordé dónde había dejado el auto. Entonces viene la molestia de pararme ahí, en medio de todo y de nada, buscando el color arena que nunca me gustó, dándome golpes imaginarios en la cabeza por siempre actuar sin pensar en las consecuencias.
Perdida a su regreso y molesta con ella misma por ese mal, que parece tener desde pequeña, de ser tan observadora y exigente con los pequeños detalles, pero olvidadiza con los grandes, caminó por los distintos pasillos del estacionamiento hasta encontrar su auto.
Estacionarme es como enamorarme: meto las patas sin saber que puedo acabar perdida en un remolino de preguntas, de dolores de cabeza, de sentir sin pensar, de pensar en sentir, de sentir pensando.
Una sensación de alivio le recorrió todo el cuerpo al ver que las ruedas no habían sido absorbidas por el pavimento, que las defensas –aunque golpeadas- seguían en la proa y en la popa del barco, que las puertas estaban cerradas y que su espacio personal no había sido quebrantado por un idiota.
Subió al auto y encendió el estéreo una vez más pero, a diferencia de los violines que habían casi tocado una marcha fúnebre, un bajo con sonidos exóticos y una guitarra eléctrica le dieron una palmada en la espalda y le indicaron que era momento de regresar a la cotidianeidad, con el aire entrando por la ventana cuando el acelerador era presionado y el freno tomaba su tiempo para dormir.
Después de todo así es el amor: te permiten entrar, tomas un lugar, creas espacios, disfrutas tiempos, vives en mundos paralelos que muy poco tienen de realidad, caminas en pisos ajenos a ti y, eventualmente, con el pánico apretándote la garganta y las lágrimas que no saben lo que ha de venir…
te llega el tiempo de abandonar el lugar
que por horas o años, en realidad da igual,
fue el que debía ser tu refugio temporal.
algo muy parecido a enamorarme.
Ella vestía de traje sastre negro con delgadas lineas azules que hacían ver sus piernas más delgadas y largas de lo que en realidad eran; una bufanda azul, que combinaba perfectamente con el simpático gorro que cubría su cabeza, era la forma perfecta de ocultarse ante el mundo representado en la obra de tres actos de su vida como el frío.
Había bebido un par de copas de vino tinto antes de subir al auto que la llevaría al destino final: ese difícil y conglomerado lugar con el que soñaba frecuentemente y que la hacía dar vueltas en la cama hasta despertar sudando frío a las tres cincuenta y dos de la mañana.
Soy capaz de aprender extensos textos de memoria, de hacer cálculos difíciles aunque fuera necesario leer libros enteros para resolverlos, de resolver acertijos aunque me tome días descifrando en la regadera su solución y de disfrutar los pequeños sonidos y olores que pocas personas detectan, pero siempre he tenido un pésimo sentido de orientación.
Detuvo la mirada en el semáforo en amarillo y, como siempre, contó los segundos para saber en qué momento aparecería el color verde chillante que tanto le molestaba y a la vez atraía. Las cuerdas de los violines parecían gritar desde la bocina que era hora de soltar el freno del auto.
La entrada a los estacionamientos a los que se ve obligada a entrar siempre son una diagonal. Eso es lo único que le reduce el riesgo al impacto de adentrarse en una dimensión tan conocida que le es desconocida. Después, todos esos cajones negros en complicidad con las líneas amarillas que brincan sobre el pavimento cuando se encuentran vacíos y enfurecidos por haber sido domados cuando se encuentran ocupados.
Esperar a que salga un auto del cajón para poder estacionarme me causa estrés. Saber que en muchas ocasiones hay un gandalla que quiere entrar, aún en sentido contrario, me da rabia. Me incomoda esa mirada inconciente que sale de mí para marcar mi territorio como animal.
Un cajón vacio la llamó y ella, dudando de su intención, manejó el auto al lugar que le gritaba. Apagó el cigarro que la ayudaba en la travesía, revisó que las ventanas estuvieran cerradas, tomó su bolsa y entró al supermercado, liberándose de el monstruo que estaría ahí esperándola, como todos los días, como desde siempre, como hasta nunca.
Siempre que regreso al estacionamiento para irme a casa, recuerdo que –valga la redundancia- no recordé dónde había dejado el auto. Entonces viene la molestia de pararme ahí, en medio de todo y de nada, buscando el color arena que nunca me gustó, dándome golpes imaginarios en la cabeza por siempre actuar sin pensar en las consecuencias.
Perdida a su regreso y molesta con ella misma por ese mal, que parece tener desde pequeña, de ser tan observadora y exigente con los pequeños detalles, pero olvidadiza con los grandes, caminó por los distintos pasillos del estacionamiento hasta encontrar su auto.
Estacionarme es como enamorarme: meto las patas sin saber que puedo acabar perdida en un remolino de preguntas, de dolores de cabeza, de sentir sin pensar, de pensar en sentir, de sentir pensando.
Una sensación de alivio le recorrió todo el cuerpo al ver que las ruedas no habían sido absorbidas por el pavimento, que las defensas –aunque golpeadas- seguían en la proa y en la popa del barco, que las puertas estaban cerradas y que su espacio personal no había sido quebrantado por un idiota.
Subió al auto y encendió el estéreo una vez más pero, a diferencia de los violines que habían casi tocado una marcha fúnebre, un bajo con sonidos exóticos y una guitarra eléctrica le dieron una palmada en la espalda y le indicaron que era momento de regresar a la cotidianeidad, con el aire entrando por la ventana cuando el acelerador era presionado y el freno tomaba su tiempo para dormir.
Después de todo así es el amor: te permiten entrar, tomas un lugar, creas espacios, disfrutas tiempos, vives en mundos paralelos que muy poco tienen de realidad, caminas en pisos ajenos a ti y, eventualmente, con el pánico apretándote la garganta y las lágrimas que no saben lo que ha de venir…
te llega el tiempo de abandonar el lugar
que por horas o años, en realidad da igual,
fue el que debía ser tu refugio temporal.
2 comentarios:
Así que estacionarse en un lugar de ésos... puede ser tan complicado como enamorarse.... jejeje.
Y bueno, yo aún a estas alturas de mi vida, jaja, sigo rayando el auto en los estacionamientos, siempre pierdo el auto en los extensos pisos y pisos y hasta en las torres cuando son similares. Y algunas veces, suelo caen en las canaletas que hay. jaja
Lo que sí, es que nunca, nunca, nunca, he dañado a otro de los autos que allí están estacionados.
Ayer me encontrè ésto, nada que ver con el tema, pero igual... jaja
Ésta era la historia de un niño tontito, pero bueno, él no era malo, era sólo que a veces, cuando la veía a ella, se emocionaba tanto que construía mal sus frases. Era un poquito lentito, pero poquito nada más, jeje, lo que sí es que malo y ofendedor si no era.... ¿se merece un perdón?... igual está super triste :(
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